TEMA1.
VIDA, AMOR Y MUERTE EN LA
POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ.
Miguel
Hernández realiza en su poesía una codificación literaria simbólica de un
sentimiento real, con nombre y apellidos: su amor por Josefina Manresa, novia y
esposa; y por María Cegarra, poetisa y amiga. Esta conjunción perfecta entre
literatura y vida se apoya, además, sobre un tópico de gran tradición, y de
gran poder expresivo: el amor cortés, el amor entendido como vasallaje, como
sumisión total y absoluta al imperio de la amada; el platonismo. A su vez, la
visión alejada del objeto amoroso, el no poder gozar de la carne, resulta ser
el vehículo formal perfecto para elevar a categoría de arte sublime un
contenido vital sencillo y verdadero en la vida del poeta oriolano.
La amada
inalcanzable, intocable, es la novia casta antes del matrimonio –“te me
mueres de casta y de sencilla”-.
Hernández asume la voluntad de Josefina Manresa no como un requisito
social, sino como el mandato de su amada-diosa. De aquí el erotismo desinhibido
fusionado con la presencia de ecos religiosos, con un léxico de origen bíblico
(barro, arcángeles, polvo, vientre).
Por
otro lado, parece que algunos poemas de El
rayo que no cesa están dedicados a María Cegarra. La
poetisa de Cartagena apreciaba a Miguel sólo como amigo y como poeta. El motivo
de la frialdad y la lejanía de la amada en el amor cortés sirve a MH para vivir
también en esta ocasión ese motivo literario como el autor de sus lecturas
juveniles, como Petrarca. Venera a una María que sólo le corresponde con su
amistad y, al percibir el interés amoroso del poeta, con la indiferencia.
El amor en MH pasa por distintos momentos a lo
largo de su obra. En efecto, en El
rayo que no cesa advertimos ese petrarquismo y además vemos cómo el
amor es para MH un rayo, un cuchillo, un limón, una estalactita… Símbolos que
asimilan el sentimiento amoroso con lo hiriente, con lo sangrante, con lo
ácido. El amor es para MH, en este libro, una fuerza irresistible de la que no
puede librarse –“no cesará este rayo que me habita”-, fuerza que le causa un enorme dolor con el que tiene que
convivir a cada momento. De la resignación por esa convivencia nace la pena, la
pena por saberse completamente indefenso ante los embates del amor: “yo sé
que ver y oír a un triste enfada”.
Al modo del
romanticismo tardío, el yo lírico en este poemario será el sujeto del
apartamiento y del dolor que concentra en su palabra los signos –casi sagrados-
de una ley funesta: el amor sólo se impondrá como desencuentro, como
imposibilidad. De ese modo, no hay cántico posible para la plenitud feliz y
gozosa del encuentro amoroso entre los amantes, antes al contrario vuelca sus
intenciones al goce de un síntoma: el amor es sufrimiento: “tengo estos
huesos hechos a las penas” o en el soneto final, después de establecer el
desarrollo de su penuria por amor concluye: “…y tanta ruina/ no es por otra
desgracia y otra cosa/ que por quererte y sólo por quererte”.
El
amor vuelve a ser tema central en Cancionero
y romancero de ausencias, pero en este momento es un amor consumado,
carnal, tierno, familiar, puesto en relación, además, con la guerra y con la
muerte, con la destrucción: “Besarse, mujer”, “Llegó tan hondo el beso”. Pero
es un amor añorante, en la distancia de la guerra y la prisión: “Ausencia en todo veo”, “Exalto la
orilla de tu vientre”, “Mortalmente abrazados”, “Hijo de la luz”, “menos tu
vientre/ todo es confuso”. Amor que se dirige ahora, además de a la esposa,
al hijo: “Nanas de la cebolla”…
En cuanto a la
presencia de la vida y la muerte, comenzamos observado que en Perito en lunas ambas fuerzas del
drama humano están ausentes en esta poesía. No hay exaltación vital como
tampoco hay preocupación por el fin de las cosas. No hay vitalismo, sino
esteticismo; no hay muerte, sino pura forma. La vida y la muerte se reducen, en
Perito en lunas a lo que
puedan dar de sí como generadores de belleza plástica y lingüística. “Toro”,
“Palmera”, “Gota de agua”, “Horno y luna”, “Noria” son elementos naturales o
culturales transformados en imágenes estéticas de simbolismo leve.
El toro no es aún
destino trágico, sino la muerte como acto de gloriosa belleza en toros y
toreros; y la noria no supone condena para nadie más que para sí misma. El
contenido es la forma.
Resulta paradójico
que en obras muy tempranas como El
rayo que no cesa, la vida para MH ya se nos revele completamente
atravesada por el sentimiento, el dolor de la muerte como experiencia –“Elegía
a Ramón Sijé”-, pero sobre todo como idea. Así lo observamos en “Un carnívoro
cuchillo” , “Umbrío por la pena, casi
bruno” -”¡Cuánto penar para morirse
uno!”-, “Me llamo barro aunque Miguel me llame” –“antes que la sequía lo consuma/ el barro ha de volverte de lo
mismo”-, “Como el toro he nacido para el luto”, “La muerte toda llena de
agujeros” -… a pesar de que el tema
central del libro es el amor como presencia ineludible y corrosiva.
La muerte no es, sin
embargo, la salida a esa situación, sino que es un dolor añadido –MH se aleja
de este modo de la concepción petrarquista y barroca del amor que llega más
allá de la muerte-, y dolor más dolor, amor más muerte, darán como resultado la
pena, la vida como penar –“eludiendo por
eso el mal presagio/ de que ni en ti siquiera habré seguro/ voy entre pena y
pena sonriendo”-.
El amor, como hemos
visto, es en MH además de una convención literaria heredada, la expresión de
una pasión interior no exenta de angustia y dolor, incluso con un
presentimiento de muerte.
La paradoja se
completa cuando observamos que en obras más tardías, sin ir más lejos, la
última, Cancionero y romancero de
ausencias, la que concibió en sus últimos momentos –pensando,
por cierto, y es un dato importante, que sobreviviría a la enfermedad-, la
muerte, ahora tan cercana, tan vivida por la experiencia de la guerra se ha
convertido en una presencia casi imperceptible, que está a punto de devorarlo
todo pero se oculta detrás de un velo sutil, el velo de la cotidianidad, de la
convivencia natural. El Cancionero es el gran libro escrito desde
la ausencia y la añoranza de los seres queridos y dedicado a la vida soñada; es
un libro idealista donde el sueño de felicidad se ve amenazado constantemente
por una -sólo en apariencia- vaga idea de la muerte. Consigue MH un gran
equilibrio en la expresión del deseo de vivir y la amenaza de esa vieja
conocida: la parca. Recordemos a este respecto textos como “El cementerio está
cerca”, el final del “Vals de los enamorados”, “El sol, la rosa y el niño”, “Besarse
mujer” –“besarse a la luna, /mujer, es
besarnos/ en toda la muerte”-, “Llegó tan hondo el beso” –“el beso aquel que quiso/ cavar los
muertos y sembrar los vivos”-, “Cada vez que paso” – “cada vez que paso/ junto al cementerio/ me arrastra la fuerza/ que
aún sopla en tus huesos”-, “Llegó con tres heridas” –”la del amor/ la de la muerte/ la de la vida”-, “A mi hijo” –“Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío”-, “Hijo de la luz
y de la sombra”– “eres la medianoche: la
sombra culminante/ donde culmina el sueño, donde el amor culmina”-, “La
boca” –“muerte reducida a besos/ a sed de
morir despacio”- “Después del amor”
–“después del amor, la tierra”-, “Nanas
de la cebolla” –“no te derrumbes”-, “Dime
desde allá abajo” –“bajo la tierra
quiero/ porque hacia donde cruzas/ quiere cruzar mi cuerpo-”,...
En Viento del pueblo, la vida y la
muerte se han convertido en dos cuestiones que mantienen un perfecto equilibrio
y que a su vez aparecen estrechamente relacionadas con el deber impuesto por
las circunstancias. Vivir y morir por las gentes de España, por la justicia,
por la revolución. Vivir para cantar, ser eco de las injusticias que se cometen
contra el pueblo. Morir como consecuencia de ello si es necesario. La vida es
una ofrenda, así como la propia muerte. En “Sentado sobre los muertos”, leemos, entre otros esclarecedores
versos, los siguientes: “aquí estoy para
vivir/ mientras el alma me suene/ y aquí estoy para morir,/ cuando la hora me
llegue,/ en los veneros del pueblo/ desde ahora y desde siempre/ varios tragos
es la vida/ un solo trago es la muerte”. En “Vientos del pueblo me llevan”, éstos: “Si me muero, que me muera/ con la cabeza muy alta…/cantando espero a
la muerte/ que hay ruiseñores que cantan/ encima de los fusiles/ y en medio de
las batallas”. Pero MH practica la poesía revolucionaria, y la misma idea
que practica consigo mismo, la difunde entre sus compañeros. En la “Canción del
esposo soldado” leemos “es preciso matar para seguir viviendo”,
de ahí la constante excitación a la lucha, a dar la vida y ofrecer la muerte
por la justicia. Pero no todo es vida
combativa en Viento del pueblo.
En este libro, la muerte es también una asechanza sobre las esperanzas y las
ilusiones de la vida sentimental y familiar, como leemos en la “Canción del
esposo soldado”: “mujer, mujer, te quiero cercado por las
balas, ansiado por el plomo…”
El hombre acecha trata del origen de
todos los males del hombre, del origen y la causa de tanta muerte. MH se
desmorona al saber que la causa del dolor, de la muerte, de la destrucción, de
la guerra es el hombre y nadie más que el hombre. En el mundo caótico donde se
está desarrollando la vida de MH, la vida es natural, pero la muerte ha dejado
de serlo. El ser humano, los animales y las plantas viven de forma natural,
pero mueren a manos del hombre. La muerte queda identificada con el ser humano,
principal depredador de sí mismo. “Se ha
retirado el campo/ al ver abalanzarse/ crispadamente al hombre,” así
arranca el libro en su “Canción primera”.
Y ese afán destructor nace del hambre: “el
hambre es el primero de los conocimientos:/ tener hambre es la cosa primera que
se aprende.” En medio de tanta desolación, guarda MH un lugar para el
petrarquismo –amor más allá de la muerte- en los versos “aunque bajo la tierra/ mi amante cuerpo esté/ escríbeme a la tierra/
que yo te escribiré” que contrastan con los extraídos del mismo poema “cartas que se quedan vivas/ hablando para
los muertos”. La muerte es heroica y demanda solemnidad cuando ronda a los
soldados en “El soldado y la nieve” o a los heridos en “El tren de los
heridos”. La muerte convertirá al poeta en un corazón helado en “Llamo
a los poetas”. Y es una ofrenda a la
madre España, a la tierra, a quien termina por ofrecer también las vidas de su
mujer y su hijo en los versos “Además de
morir por ti, pido una cosa”.
2. EL COMPROMISO SOCIAL Y POLÍTICO EN LA POESÍA DE MIGUEL
HERNÁNDEZ
Los viajes de Miguel
Hernández a Madrid supondrán un abandono del conservadurismo y la fe ciega y un
distanciamiento poético e ideológico de su amigo Ramón Sijé. Su progresiva,
aunque difícil inserción en los ambientes intelectuales políticamente liberales
del Madrid de los años treinta, provocará el abandono, el desarraigo, el
desapego y, por tanto, la creación de formas menos ceremoniosas y crípticas de
su poesía. El progresivo “olvido de Dios” o el abandono gradual de los signos
religiosos en la poesía de MH se van equiparando a la autodefinición que ofrece
como poeta: una “voz de las venas de la tierra”. Acertada definición, pues el
salto discursivo emprendido desde El
rayo que no cesa hasta Viento
del pueblo no es sólo estilístico o temático, sino también ideológico.
Nace con este libro
la estirpe de poemas estrechamente ligados a las circunstancias históricas, a
la testificación del presente, a una historia que se va haciendo en la urgencia
de la guerra, en la exaltación social y política de los desposeídos –“la carne
de barro”, como ha sido articulada una de sus mayores metáforas- trabajadores
españoles sometidos al yugo, a la ignorancia y al olvido. Ofrece MH con estos
poemas un proceso épico: el yo inserto en el colectivo, un yo que se alza como
representante y depositario de una verdad
que debe ser dicha, gritada, desde “el instrumento” lírico, desde la voz
poética, articulada como arma reivindicativa, combatiente, revolucionaria. Hernández
también encarnará la metáfora del ruiseñor enjaulado: poseerá el canto bello
apresado por unas circunstancias terribles, por el horror de la guerra y, en
definitiva por las “acechanzas” del hombre exterminador de otros hombres, como
es el caso de El hombre acecha.
Su poesía, -según
María Zambrano “arisca y desterrada viene a decir todas las verdades
inconvenientes”-, se hace portadora de una actitud política insertándose en la
preocupación social, la meditación sobre el discurrir del presente, sin abandonar
en la mayoría de sus creaciones la amplia sensibilidad y belleza que había
dominado su primera etapa. La militancia de MH en el comunismo menos radical,
entendido como exaltación del trabajo, como condena del fascismo y la burguesía
fiera y esclavizante, le otorgan al poeta una visión profética y una misión en
la restitución del orden, la paz, la justicia, la república, etc. De allí, por
ejemplo la fogosidad en sus poemas de la clase trabajadora, de los niños
yunteros en Vientos del
pueblo o la apoteosis de ideas tales como “el trabajo”,
“progreso”, “esfuerzo” en poemas como “Rusia”, “Las manos” o “Sudor” de El hombre acecha.
Se ha dicho, por
ejemplo, que la poesía de MH escrita durante la Guerra Civil es una poesía de
urgencia, menoscabada por ciertas formas panfletarias de su posición política,
pero lo cierto es que MH representa y encarna, tal como dirá Juan Ramón Jiménez
tiempo después, la difícil conjunción de poeta y combatiente. El supuesto
carácter panfletario es un añadido interpretativo a posteriori de ciertos sectores empeñados en subordinar de forma
exclusiva el arte a una determinada posición política. Durante este periodo,
entre Vientos del pueblo y El hombre acecha, la poética de
MH integra la pasión, los sentimientos y el entramado de una verdad material, histórica, pero ambas se expresan bajo una subjetividad siempre
poética. Así, la asunción del poeta del pueblo emergerá como “silbo vulnerado”,
irrumpiendo con metáforas del aire, del viento que sopla y canta verdades en un
terrible clamor o grita iracundo las injusticias o el dolor terrible de la
acechanza y la monstruosidad humana.
El tono de El hombre acecha se torna
meditativo, pero es quizá una meditación iracunda. Si en Viento del pueblo, los poetas son depositarios de la voz del
colectivo al que representa, para clamar los signos de una revolución por y
desde la palabra, en El hombre acecha, en cambio, la
voz se sumerge en una profunda condena, en un combate abierto y decido, ya no
tanto por ideal de nación, sino más bien por el calado y las consecuencias
funestas de la guerra, de la pérdida de un sueño de libertad, la
intensificación de las injusticia, del mal reparto de las riquezas, el combate
feroz al fascismo, etc. Se advierte en este poemario un tono profundamente
admonitorio, poblado de fuertes y procaces ironías, sonoras imprecaciones que
intensifican la violencia (como en “Hombres viejos”, el fascismo, la
ignorancia), producto de una ira desmedida que se acentúa por la pérdida de los
ideales; unos versos exaltados por el sarcasmo o la crítica tenaz al bando de
los vencedores de la guerra, o al maridaje de la iglesia y el sistema político
impuesto (como en “El hambre”), la profunda tristeza, el canto dolorido de los
heridos de España (como en “Las cárceles” o “El tren de los heridos”), etc.
El hombre acecha procura aquella advertencia
anunciada por Miguel de Unamuno al bando de los ganadores de la guerra y, por
ende, a la propagación del fascismo: “Venceréis, pero no convenceréis”. MH hace
suyo el convencimiento de una razón y una pasión (lo político y lo social) no
por el instrumento de la fuerza sino por los gritos de su sentido poético. La
desolación y el desamparo que vive España, víctima de la indiferencia de
Europa, se convierte en cántico poético en MH. Puede verse, por tanto, que el
conflicto español como fuente agónica en lo social, en lo político, será en lo
poético uno de los linderos y de las
meditaciones fundamentales en la poesía de MH más comprometida.
3. IMÁGENES Y SÍMBOLOS EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ
La poesía de Miguel
Hernández está llena de símbolos que rondan en torno a los grandes motivos de
su obra: la vida, el amor y la muerte. Su mundo poético se concentra en la
unión armónica de estos tres elementos.
En su primer
poemario Perito en lunas (1933, editado en Murcia) encontramos
varios símbolos, algunos de los cuales se repetirán a lo largo de su
trayectoria e incluso adquiriendo nuevos matices: el toro, significa
sacrificio y muerte, aunque más adelante representará la figura del amante; la
palmera es el elemento paisajístico mediterráneo, que es comparada con un
chorro: ‘Anda, columna; ten un desenlace/ de surtidor’. Por otra parte,
encontramos unas imágenes y símbolos muy actuales, como cuando califica a las
veletas de ‘danzarinas en vértices cristianos...’; un aire a Poeta
en Nueva York de Federico García Lorca tiene el poema “Negros ahorcados
por violación” donde abundan los símbolos referidos a los sexos y al deseo
sexual.
El rayo que no cesa (1936) tiene como
tema fundamental el amor insatisfecho y trágico y en torno a él giran todos los
símbolos. Así, el rayo que es fuego y quemazón, representa el deseo
amoroso, enlazando con nuestra tradición literaria (“Llama de amor viva” de San
Juan de la Cruz tenía el mismo motivo) y añadiendo, a su vez, el concepto de
‘herida’: el rayo es la representación hiriente del deseo, como lo es ‘el
cuchillo’ o ‘la espada’. A su vez, la sangre es el deseo sexual; la
camisa, el sexo masculino y el limón, el pecho femenino, según
podemos observar en un soneto como “Me tiraste un limón, y tan amargo”. La
frustración que produce en el poeta la esquivez de la amada se simboliza en la
pena. Todos estos temas quedan resumidos en “Como el toro he nacido para el
luto”, que es una especie de epifonema; hay un paralelismo simbólico entre el
poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de
dolor y de muerte. En este poemario podemos encontrar una constelación de
símbolos cortantes e hirientes, se trata de símbolos de las heridas de amor y
muerte, como ‘la espada’, ‘la cornada’, ‘los cuernos’, ‘los puñales’, ‘el
turbio acero’, ‘pétalos de lumbre’, ‘este rayo que no cesa’ del que proviene el
título y ‘el carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida’ que comienza el libro.
Pero no sólo amor y muerte, también amistad y muerte; así, estos instrumentos
del dolor adquieren una expresividad dramática y desesperanzada en la “Elegía a
Ramón Sijé”; en ella aparecen unos términos que configuran un mosaico de rabia
y de dolor inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y
homicida’, ‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’,
etc.
También hay poemas
en El rayo que no cesa que se alejan de la bravura del deseo del
toro para expresar el más puro vasallaje ante la amada. Así lo vemos en “Me
llamo barro aunque Miguel me llame”, poema que expresa una entrega servil hacia
la amada; el buey lo veremos en Vientos del pueblo, es la
mansedumbre en contraposición al ‘toro’. También en el soneto “Por tu pie, tu
blancura más bailable” encontramos, con el símbolo del pie, la misma
servidumbre: ‘pisa mi corazón que ya es maduro’.
Viento del pueblo (1937) ejemplifica
lo que es poesía de guerra, poesía como arma de lucha. En este libro hay un desplazamiento
del yo del poeta hacia ‘los otros’. Así, viento es la voz
del pueblo encarnada en el poeta. El pueblo cobarde y resignado que no lucha es
identificado con el buey, símbolo de sumisión; el león, en
cambio, es la imagen de la rebeldía y del inconformismo. El poeta, como
combatiente, se identifica con leones, águilas, y toros (encontramos
aquí una nueva lectura del símbolo del ‘toro’), símbolos del orgullo y la
lucha. El poeta, como en El rayo que no cesa, sigue teniendo la
lengua ‘bañada en corazón’ pero ahora no para expresar su pena amorosa,
sino las penas de los oprimidos; la pena es el fruto de la injusticia.
En El hombre
acecha el símbolo que predomina es la tierra; la tierra es
aquí ‘la madre’ y se unirá al símbolo de España. La contraposición entre ricos
y pobres se da en “Las manos”, poema en el que están simbolizadas las que para
Miguel Hernández eran los dos Españas. Según el poeta, ‘unas son las manos
puras de los trabajadores’, las cuales ‘conducen herrerías, azadas y
telares’. Las otras son ‘unas manos de hueso lívido y avariento,/
paisaje de asesinos” que “empuñan crucifijos y acaparan tesoros’.
Asimismo, ya no se canta tanto a la amada como deseo, sino que ahora se pone el
acento en su maternidad. El símbolo, por tanto, va a ser el vientre. En
este libro encontramos el tema del hombre como fiera, con colmillos y
garras. La garra es símbolo de fiereza, a su vez, fiera es
símbolo de la animalización de hombre, a causa de la guerra y del odio. Todo
ello lo podemos observar en la “Canción primera”. Las ‘exasperadas fieras’ de El
rayo que no cesa eran las de su interior atormentado, ahora las fieras
son los hombres que se despedazan en una lucha fraticida llena de odio. (‘Ayudame
a ser hombre: no me dejéis ser fiera...’)
Del libro destacan
los poemas que tratan de los desastres de la guerra. Las dos Españas,
enfrentadas, aparecen en “El hambre”, puesto que el poeta dice luchar ‘contra
tanta barrigas satisfechas’, símbolo de la burguesía y del capitalismo. En
“El tren de los heridos”, la muerte viene simbolizada por un tren. Ese ‘tren’
está presidido por la sangre y el silencio. El amor a la patria queda de
manifiesto en “Madre España”, a la que se siente unido el poeta ‘como tronco
a su tierra’ y de cuyo vientre, otro símbolo hernandiano, ha nacido:
el símbolo es tópico (tierra-madre-vientre-España) ‘Decir madre es decir
tierra que me ha parido’. Nos
encontramos con el símbolo del tronco y de los árboles, hijos de
la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta. Se cierra este poemario
con la “Canción última”, un claro homenaje a Francisco de Quevedo (‘Miré los
muero de la patria mía’), porque tanto aquí como allí casa es
símbolo de España.
Cancionero y
Romancero de ausencias, obra póstuma, se abre con elegías a la muerte del primer
hijo; éste es evocado mediante imágenes intangibles: ‘ropas con su olor,/
‘paños con su aroma’ ,’lecho sin calor, /sábana de sombra’. La
esperanza renace con la venida de un nuevo hijo al que van destinadas las
tiernas y tristes “Nanas de la cebolla”. En ese nuevo hijo queda simbolizada la
pervivencia del poeta: ‘Tu risa me hace libre/ me pone alas./ Soledades me
quita, / cárcel me arranca.’ El amor a la esposa y la risa del hijo (sus
alas) son la libertad del poeta.
4. TRADICIÓN Y VANGUARDIA EN LA POESÍA DE MIGUEL
HERNÁNDEZ
Miguel Hernández
absorbió a nuestros clásicos desde sus lecturas adolescentes y, muy pronto, a
los poetas de la ‘Generación del 27’
a los que admiraba. Pero sólo Vicente Aleixandre tuvo con él una relación más
cercana. El poeta ‘provinciano’ aprehendió la poética del ’27, moviéndose en
torno a su estela y de ahí la fusión entre tradición y vanguardia que se
aprecia en su poesía como una característica que aúna al poeta con el grupo del
27. En esa fusión se aprecia:
Una veta de la
tradición literaria:
que parte de los clásicos de nuestro Siglo de Oro, desde San Juan de la Cruz , Fray Luis y Garcilaso,
hasta los poetas del Barroco, Quevedo y Lope y, sobre todo, la metáfora
culterana de la poética de Góngora; pasando por la poesía de Bécquer, por lo
que tiene de desnudez y simbolismo; y el Neopopularismo, versión culta de
nuestras formas populares.
La veta de la
generación inmediatamente anterior: la poesía simbolista-modernista de Rubén
Darío es fundamental para la modernización de nuestras letras a comienzos del
siglo XX. Y la poética de Juan Ramón Jiménez, con su ‘poesía desnuda’, orientó
la trayectoria poética de los primeros años veinte. A su vez, esta desnudez
estaba imbricada en el concepto que acuñó por entonces Ortega y Gasset: ‘la
deshumanización del arte’, piedra angular del Novecentismo.
La estela de las
vanguardias literarias: movimientos renovadores que buscaron un lenguaje
propio que hiciera del poema un ‘artefacto artístico’ basado, sobre todo, en la
audacia de la metáfora. Tanto Hernández como los poetas del 27 absorbieron
estas audacias vanguardistas en su primera etapa, en los años veinte, pero sin
romper totalmente con la tradición y el magisterio de los maestros (gongorismo
y ultraísmo se funden, por ejemplo, en las octavas que encadenan metáforas en Perito
en lunas). Con los años treinta, irrumpe otro movimiento de vanguardia,
el Surrealismo, que implica una ‘rehumanización del arte’, un nuevo
romanticismo e irracionalismo que dará cabida a lo humano, e incluso lo social
y político. No debemos olvidar al pionero de las vanguardias en España, Ramón
Gómez de la Serna ,
que ejerció su magisterio entre los jóvenes poetas de los años veinte. De él
queda el espíritu de la ‘greguería’ (metáfora + humor) que nos viene a la
cabeza cuando leemos los ‘acertijos poéticos’ encerrados en las octavas de Perito
en lunas. Una magistral simbiosis entre estas influencias se puede
apreciar tanto en los poetas del 27 como en Miguel Hernández.
En su primera etapa,
el poeta estaba bajo el influjo de Ramón Sijé, quien forjó en él la militancia
y el amor a los clásicos. A partir de 1927, el poeta oriolano entra en contacto
con Góngora a través del grupo poético del 27. Desde ese momento, los modelos
para Hernández a la hora de cincelar sus imágenes poéticas serán Lorca y, sobre
todo, la ‘poesía pura’ de Jorge Guillén. En ese sentido, Perito en lunas se
adscribe a la ‘poesía pura’ y se concreta en tres ejes que fusionan tradición y
vanguardia:
·El gongorismo, que
le proporciona el esquema métrico de la octava real, las fórmulas sintáctica,
el hipérbaton recurrente, el gusto por un léxico cultista y las imágenes
metafóricas complejas.
·Un vanguardismo
tardío, cubista y ultraísta.
·El hermetismo lúdico
convierte al poema en adivinanza lírica nutrida del mundo huertano oriolano.
Cuando Hernández
concibe El rayo que no cesa, vive una crisis amorosa y personal.
El poeta sigue ahora la estela de Neruda y de Vicente Aleixandre, la estela de
un nuevo romanticismo de la mano del Surrealismo que implica la ‘rehumanización
del arte’, la ‘poesía impura’. Es la estela de la segunda etapa. Este poemario
de amor trágico funde ‘poesía impura’ y metáfora surrealista con la tradición:
trabaja la métrica clásica; la estructura y los componentes temáticos remiten
al modelo del “cancionero” de la tradición del ‘amor cortés’ petrarquista; la
‘herida de amor’ encuentra sus modelos en el ‘dolorido sentir’ del lamento
garcilasiano y en el ‘desgarro afectivo’ de Quevedo.
Al irrumpir la
guerra, Miguel Hernández se convierte en ‘poeta-soldado’ con Viento del
pueblo: comienza el tiempo de la poesía comprometida, poesía de guerra
y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Hernández busca
ahora una poesía más directa que recrea, en muchos momentos, su carácter oral,
de ahí el empleo abundante del romance y del octosílabo (metro popular que
hunde sus raíces en la poesía tradicional); junto a estas formas, el poeta
también cultiva metros más solemnes, de tono épico y de desarrollo amplio que remiten
a la ‘poesía impura’. Esta concepción de la ‘poesía como arma’ que domina Viento
del pueblo implica que lo lírico deja paso a lo épico. La imagen
vanguardista, la metáfora surrealista, se funde con el Neopopularismo en el
tono y la métrica: Miguel Hernández busca formas regulares tradicionales para
llegar al pueblo.
Después, el tono
vigoroso de este primer poemario de guerra se atempera en El hombre
acecha ante la realidad brutal de la guerra. Ahora, el arte menor y la
rima asonante dejan espacio al endecasílabo y al alejandrino sobre rima
consonante; encontraremos composiciones más extensas, menos sometidas a la
rima, con lo que se reafirma el versolibrismo de la ‘poesía impura’.
Finalmente, con Cancionero
y Romancero de ausencias (1938- 1941), intenso diario íntimo de un
tiempo de desgracias, el poeta quiere componer un canto (cancionero) desnudo y
un cuento (romancero). Miguel Hernández entronca con una corriente
revitalizadora del “cantar” que se abre con el posromanticismo, continuará
luego con Antonio Machado y dominará en el Neopopularismo del grupo poético del
27. Una vez más, la tradición ofrece sus moldes a la vanguardia.
5. LA POESÍA ESPAÑOLA
DESDE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX HASTA LA POSGUERRA
En el
último cuarto del XIV, la poesía lírica española se encontraba estancada entre
el Romanticismo más tópico y el Realismo de la poesía de Campoamor. Sólo la
figura de Bécquer, posromántico y presimbolista, ofrecía modernidad y calidad.
Mientras, en Francia triunfaba una poesía novedosa: el Modernismo, junto a él,
el Parnasianismo; ambos serán la raíz de la poesía moderna. Simbolismo y
Parnasianismo llegarán a España en 1888 de la mano de Rubén Darío, quien con su
obra Azul trajo consigo el cambio al panorama poético de
comienzos del XX. El movimiento que nació a raíz de estas innovaciones recibió
el nombre de Modernismo e inaugura en las letras hispanas la poesía moderna; se
incorpora la música y el ritmo, nuevos metros, el verso libre, poemas en prosa,
simbolismo, sinestesia...
Sin
embargo, el Modernismo en España no será un movimiento homogéneo y, además, las
circunstancias sociohistóricas del momento (crisis del 98), tendrá una ramificación
literaria nacional, la de la llamada “Generación del 98” . Comenzarán en el
Modernismo poetas como los hermanos Machado, Villaespesa, Marquina, Juan Ramón
Jiménez y, en prosa poética, Valle-Inclán con sus Sonatas. No
obstante, sólo Villaespesa, Manuel Machado y Marquina persistirán en el
Modernismo; el resto, con personalidades poéticas propias, tendrán evoluciones
individuales diferentes: Juan Ramón Jiménez abogará, en la segunda década del
XX, por la ‘poesía desnuda’, con lo que será el ‘maestro’ de los primeros pasos
del grupo poético del 27; Valle-Inclán evolucionará hacia su arte del
esperpento dentro de su visión crítica distorsionadora de la realidad; Antonio
Machado evoluciona hacia los planteamientos y temas propios de la ‘Generación
del 98’
con una estética más sobria, expresada en Campos de Castilla.
Tras
el fin de la Primera
Guerra Mundial (1914- 1917), comienzan a vislumbrarse nuevos
caminos poéticos que pretenden despojar al arte de su raíz sentimental: se
trata de un proceso que quedó definido como la “deshumanización del arte” y que
llevaron a cabo escritores e intelectuales que se agruparon bajo el nombre de
Novecentistas.
Dos
fueron los caminos que iban a confluir a partir de la segunda década del siglo
XX:
a) las
vanguardias, movimientos renovadores que rompieron con la estética anterior
en todas las artes, buscando nuevas formas de expresión libres de trabas
morales, políticas y religiosas: futurismo, expresionismo, cubismo, dadaísmo,
surrealismo, neoplatonismo,... La literatura española se caracteriza, entonces,
por la apertura al mundo exterior a través de las vanguardias europeas, aunque
también aquí se dieron movimientos de vanguardia propiamente españoles: el
ultraísmo y el creacionismo.
b) La
‘poesía pura’: su desnudez asentimental tiene en España un maestro, Juan
Ramón Jiménez, que marcará los primeros pasos de los poetas del 27. Así, la
aparición en 1916 de Diario de un poeta en recién casado marcará
un hito en la superación del Modernismo y el inicio de la ‘poesía pura’.
Los poetas
del 27 se iniciarán en su juventud al calor de la Vanguardias y de la
‘poesía pura’, influenciados también por la poesía intimista, de un
posromanticismo depurado, de Bécquer. Su maestro inicial será Juan Ramón
Jiménez y su punto de encuentro la “Residencia de Estudiantes”. Sin embargo,
los poetas del 27 pronto se emanciparán de las tutelas y, con el homenaje a
Góngora en 1927, se distanciarán de Juan Ramón Jiménez.
La
poesía del “Grupo poético del 27”
marcó realmente el inicio de la poesía contemporánea española e implicó la
posibilidad de una verdadera fusión entre tradición y vanguardia. Durante sus
comienzos, fusionaron las Vanguardias (ultraísmo y surrealismo) y la poesía
pura con los ecos de Bécquer y el cultivo de la poesía popular, el camino fue
el de una poesía más elaborada y hermética fusionada con las audacias de la
poesía vanguardista. Sin embargo, las convulsiones histórico-sociales que
azotarán al mundo a partir de la crisis de 1929 (los fascismos, la preparación
de la Segunda Guerra
Mundial, la crisis económica...) llevarán a una “rehumanización del arte” que,
en el terreno de la
Vanguardia , tendrá su base en el surrealismo. La irrupción de
la poesía surrealista rechaza el concepto de la ‘poesía pura’. Con la entrada
de la década de los treinta comenzará lo que Neruda llamará la ‘poesía impura’,
manchada de sudor, lágrimas y humanidad. Vicente Aleixandre con su poemario La
destrucción o el amor (1935), marca un hito en el surrealismo español.
Con la llegada de la
Guerra Civil , muchos de los poetas del 27 convierten su
‘poesía impura’ en ‘poesía comprometida’, un compromiso que llevará a muchos al
exilio.
Miguel
Hernández, nacido en 1910, pertenece cronológicamente a la ‘Generación del 36’ ; sin embargo, por su
evolución poética, sintetiza en su corta carrera literaria la modulación de los
poetas del 27. El poeta oriolano comenzó su primera formación con los clásicos
de nuestro Siglo de Oro. Cuando era adolescente, comenzó a conocer a los poetas
del 27. Del conocimiento de Góngora vino la composición de octavas reales. En
1933 publica en Murcia su primer poemario, Perito en lunas, una
colección de octavas reales que fusionan gongorismo, simbolismo y ultraísmo.
Sus padrinos en el camino de la madurez poética, en su segunda estancia en
Madrid, serán Pablo Neruda y Vicente Aleixandre. Miguel Hernández se adentra en
el camino de la ‘poesía impura’, el surrealismo y la ‘rehumanización del
arte’, fusionado con la tradición de
nuestro Siglo de Oro, así será un gran sonetista en El rayo que no cesa.
Con la
llegada de la guerra y su compromiso político, Miguel Hernández se adentra en
la poesía comprometida con Viento del pueblo y, más tarde (y más pesimista), El
hombre acecha. Ya en la cárcel, encontramos al Miguel Hernández más
original y maduro: poesía popular y poesía íntima, humanística y depurada será
la del Cancionero y Romancero de ausencias.
Gracias a la profesora Laura Martínez H. del IES EDUARDO LINARES LUMERAS por los apuntes
esas son exactamente las 5 preguntas que pueden salir en la pau? lo digo porque de ser así´ḿé´śéŕviráń´úń´ḿóńtóń
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